domingo, 4 de abril de 2010

Escopofagia

Estoy preparando mi segundo corto. He tardado bastante en decidirme a hacerlo, pero ya estoy embarcada en el incierto viaje de hacer una peliculita hecha de cientos de miles de cuadros. Lo que me fascina y a veces me perturba del proceso creativo, es cómo de pronto nada parece casual y los hilos del destino se empiezan a hacer visibles, emergiendo una red donde las piezas comienzan a encajar. Si decido escribir en este blog de dibujo sobre mi corto, es porque precisamente es un corto tiene que ver con el dibujo en un modo que aún no entiendo bien. Mientras que "Esencia" resultó un corto con cierta atmósfera mágica pero con una forma constreñida, gris y reprimida (no exenta de cierto encanto y brillo), "El regalo" pretende ser un corto colorista y más libre. Ahora que estoy yendo desde diciembre a un taller de dibujo, de pronto mis ansias de probar el color se ven postergadas por los consejos de mi profesor. No será raro que hasta que termine el rodaje no entre en esta pantalla tan esperada. Desde hace unos meses empiezo a tener supersticiones o manías en lo referente al color. Se convierte en una obsesión y mido cada prenda de ropa con la que voy a salir: les doto de significado constantemente. Olivia, la niña protagonista de "El regalo" tiene dificultades para elegirlos y colorear. Al final del corto algunas barreras se rompen y comienza su libertad creativa, en cierto modo consigue apropiarse de ellos. Y sin darme cuenta, resulta que el corto es un camino a través del arcoiris, mi propio camino.

La perfección

Ya lo he leído dos veces en el cuaderno naranja. No me interesan, plásticamente hablando, los rostros bellos o la perfección. Sencillamente me aburren. En mi taller de dibujo veo a los chicos dibujando a Scarlett Johanson y me pregunto cuál es la gracia de pintarla. Hacer una fotografía es otra cuestión, un anuncio, una película... hasta ahiiií... bien. Pero gastar óleo para eso? No sé, casi me entristece y me indigna la belleza así para malgastarla en un lienzo. No es infinitamente más bello un anciano? una señora triste? una rechoncha maruja, un barrigudo y soberbio ejecutivo?  En un rostro bello no hay nada que aportar, no hay belleza que descubrir, todo es tan obvio. Hablo de esa perfección aburrida, opaca, modélica. Otra cosa es que a uno le pueda gustar esa persona, o querer gustarle, o sentir curiosidad inclusive. Hablo de coger un lápiz y molestarse en plasmar ese rostro. Antes de hacerlo (alguna vez lo he intentado), mi muñeca se ve presa de una irremediable pereza y contradictoria frustración. Esa persona seguro que tiene algo que la hace especial, pero no es su físico. Podrá ser su voz, sus andares, su familia, qué sé yo. Pero no está en su rostro ni en nada que se pueda captar a simple vista. Quizás sea porque se acercan a un canon, que por otra parte estará obsoleto dentro de 50 años. Entonces sí podrán resultar interesantes para un pintor.  Son rostros que gustan tanto que se desvanecen por tener que repartirse mucho. Tantas miradas admirativas los hacen invisibles en cierto modo, pierden su personalidad, dejan de ser especiales (si alguna vez lo fueron).

El placer de contemplar

En septiembre del año pasado descubrí algo importante para mi vida. En lo sucesivo intentaré no abandonarlo nunca. 
A algunas personas les gusta sentarse en un café y escuchar las conversaciones ajenas, meditar por las mañanas y sentir que flotan, a otras patinar y sentir que se deslizan suavemente por encima de la superficie ya bastante abrupta del mundo. A otros sumergirse de vez en cuando en el agua durante horas y volver a la cálida sensación del útero materno. A otros ver películas, leer, oír música... 
Un trayecto largo sin transbordos en el metro puede ser una experiencia religiosa. Sumida en una especie de éxtasis, el cuaderno (del color que toque) y el boli (a poder ser bic o alguna otra marca de textura limpia y sedosa), son obligados y las manos de uno se hacen con ellos con la suavidad y naturalidad con que el felino se acerca sigiloso a su presa. Ese es el momento de la contemplación: sin palabras, sin razón.
Somos mágicos y no lo sabemos. No está a nuestro alcance siempre sentir esta magia. Yo misma la he experimentado muy pocas veces y tampoco creo que se pueda permanecer siempre allí. Pero si uno se queda quieto, observando, e invoca ese mundo, a veces se abre la puerta. Se ve con el corazón. Animales mágicos somos. Un poco tontos también.
(A las chicas os digo que ese momento del mes es propicio para este estado de contemplación).