miércoles, 8 de diciembre de 2010

Más ventanas

Recuerdo aquel cuento ilustrado inglés. Debía ocupar lo que mi palma de la mano ahora, pero dentro de una de sus páginas había un cuadro en el que se metía uno de los conejitos campestres tan típicos de los cuentos ingleses. En el taller de dibujo al que voy, la sala está dispuesta de una forma circular, como aquella miniexposición del cuento. Allí, los alumnos nos sentamos delante del caballete y durante dos horas al día nos dedicamos a manchar un lienzo en blanco. No es de extrañar que algunos consigan verdaderamente atravesar el cuadro y perderse en él. Mientras, otros se sientan en el descansillo porque no encuentran en el presente la razón de ser de su pasado y que ahora eligen como motivo. Sin saber qué colores usar, o cómo enfrentarse a eso que ya fue, un paisaje oleado, unas casas frente a la costa, un retrato de juventud. Y de pronto el profesor da rienda a su talento después de haber visto en un ejercicio de un alumno, un azul ultramar que ha captado su atención. Quien ha nacido cerca del mar, siempre lo anhela. 
Por ahora sólo pinto escayolas, aunque juro que un par de veces, en un movimiento acertado de difumino, carbón o lo que sea, he sentido que mi dibujo cobraba vida por un segundo. Supongo que se trata de perseguir esa sensación.

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